«Antes de quedarme ciego era un apasionado del fútbol», reconoce Pablo Cantero. De pequeño, siempre iba al parque con su hermano menor -es el segundo de cuatro- y una pelota bajo el brazo. También jugaba en el colegio. Tanto le gustaba que convenció a sus padres para que le apuntasen al equipo de fútbol de Torrent (Valencia), su pueblo, en el que estuvo durante dos temporadas. Su sueño era llegar a jugar algún día en el Valencia CF. Era fan de Mendieta, Aimar, Vicente y Ayala. «Si pudiera ver la pelota intentaría meterla de cabeza como él», dice riendo. Pero ese sueño se truncó.
«Perdí la vista con 11 años por un tumor cerebral. Entré al quirófano viendo y salí sin ver», explica con sencillez. El diagnóstico se retrasó por la aparición de dos enfermedades previas. En el invierno de 2004 tuvo que estar en reposo por la Púrpura trombocitopénica idiopática y en verano de 2005 por una Mononucleosis infecciosa. «Dos enfermedades raras en tan poco tiempo… Me estaba tocando demasiada lotería», reflexiona.
Empezó a darse cuenta de que algo raro pasaba al comienzo de sexto de primaria. «Yo era de sobresalientes y, de repente, no retenía información y a veces veía y a veces no. También empecé a tener problemas de equilibrio», relata. Ante tales síntomas, los médicos le hicieron una resonancia cerebral. La detección tardía del tumor provocó una acumulación del líquido cefaloraquídeo que oprimió el nervio óptico. Al extirparlo, con la descompresión, el líquido barrió el tumor y le dejó ciego de los dos ojos.
Años después, mientras estudiaba la carrera de Psicología, descubriría en la asignatura de Neuropsicología que había otras formas de operar. «Podría haber seguido viendo», dice. Pero no guarda rencor al médico que llevó a cabo la intervención.
«Tenemos un concepto peyorativo de la ceguera. A mí, por ejemplo, me ha dado ventajas que no tienen mis hermanos. Yo llevo desde los 19 años viviendo fuera de casa y no necesito ni un coche ni una moto para ser feliz. Aunque suene un poco zen, la ceguera te quita mucho materialismo», reflexiona en voz alta.
El mismo Pablo de siempre
El primer mes después de la operación, Pablo pensaba que la ceguera sería algo pasajero. Le preguntaba a los médicos cuándo se le iba a pasar ese efecto secundario. «Hasta que en la ONCE me preguntaron qué pasaría si no volviera a ver nunca más y me di cuenta de que tenía que afrontarlo, que tenía al lado a mis amigos, a mi familia y a ellos. Yo seguía siendo Pablo, el de siempre, lo único que me pasaba era que no veía y lo acepté», relata. Tenía 11 años y una madurez impropia de esa edad.
«Ahora, al trabajar como psicólogo en el Centro de Recursos Educativos de la ONCE en Barcelona con niños que están pasando por lo que yo pasé me doy cuenta de que he sido muy afortunado porque mi familia siempre me ha ayudado a salir adelante pero sin sobreprotegerme, dejándome volar», medita.
Y también ayudó tener hermanos «cañeros» que le hicieron superarse. No le gustaba que le dijeran «te llevo al colegio» porque, como él dice, no le llevaban, iba con ellos. Por eso, empezó a ponerse el despertador antes y se iba solo en metro.
Del atletismo al fútbol
Intentó jugar al fútbol 5 de ciegos pero cuando se percató de que los movimientos y la técnica para conducir el balón con cascabeles no tenían nada que ver con el fútbol convencional, decidió probar otro deporte. Julio Santodomingo le animó con el atletismo y surgió el flechazo. «Aunque la espinita del fútbol se me quedó clavada entonces«, reconoce.
Con 13 años fue convocado por primera vez con la selección absoluta de atletismo paralímpico y firmó récords de España en categoría infantil, cadete y juvenil. José Ignacio González, su entrenador en el Club Atletismo Torrent, supo sacar lo mejor de él y fue clave para conseguir su primera mínima para unEuropeo. Disputó dos. En el de Swansea en 2014 fue sexto en 100 m y en salto de longitud F11 y en Grosseto 2016, rozó el bronce en los 100 m y volvió a ser sexto en longitud.
Nunca llegó a dar el salto a un Mundial o a unos Juegos. Cada dos o tres años, los guías con los que se entrenaba y competía le dejaban para trabajar o estudiar. Esa contínua inestabilidad le llevó a abandonar el atletismo, «el amor de su vida». Tenía apalabrado con un guía estar juntos hasta Tokio 2020 pero a los tres meses, el guía le dejó. «Fue una gran decepción, otra más y ya no tenía energía para seguir buscando porque conllevaba estar siempre dependiendo de alguien«, reconoce.
Entonces decidió retomar el fútbol. Habló con Sergio Alamar, jugador de la selección española de fútbol 5 para ciegos y que jugaba en Alicante. Empezó a entrenar con el equipo y recuperó las ganas de competir de nuevo y de luchar por un objetivo. Decidió reinventarse.
Cuando se trasladó a vivir a Barcelona, empezó a jugar en el Tarragona y en marzo de este año recibió la llamada de Jesús Bargueiras, el seleccionador nacional, para disputar un Grand Prix en Tokio. Debutó como titular y jugó 20 de los 40 minutos. Poco a poco fue ganándose la confianza del técnico y éste le fue dando más minutos. En Italia jugó con el equipo B, pero a partir de ahí se ha hecho un hueco en la absoluta y con ella ha jugado en Rusia, Alemania y Turquía. Ahora lo hará en el Europeo de Roma que comienza este martes y en el que España debuta ante Bélgica (a las 15:30 horas).
«Físicamente, al venir del atletismo, es de los que mejor está y tiene muy buena orientación, además de que le pone mucha intensidad al juego», dice de él Bargueiras. «Tengo un buen desplazamiento lateral, barro muchos balones en el área y voy sin miedo, pero tengo que mejorar la conducción del balón«, reconoce Pablo, que juega de cierre. «El objetivo es ganar el oro europeo y poder estar en mis primeros Juegos Paralímpicos», dice con entusiasmo. «Al igual que el murciélago del escudo del Valencia, mi equipo, sin ver estoy aprendiendo a volar».