A Sergi Roch, un mallorquín de adopción y ruso de nacimiento le ha pasado de todo. Su, por el momento, último capítulo empieza así:
Capítulo III, cuando Sergi conoció a Putin
Al aterrizar en Moscú, a Sergi le sorprendió ver a toda una escolta de militares esperándolo. Al frente de la comitiva de bienvenida estaba el secretario personal del presidente ruso, Vladimir Putin. Contrariado, solo acertó a consultar a su padre que si había hecho algo. “¿Debemos dinero a alguien en Rusia?”, preguntó entre risas ante los estoicos uniformados.
Sin saber de qué iba la película, Sergi acabó subido en una furgoneta y escoltado por las sirenas por el centro de Moscú. Desde el aeropuerto hasta el hotel presidencial de la capital rusa todos los coches fueron cediendo el paso a aquellos extraños ante los ojos del mallorquín.
Instalados Sergi y su padre en una lujosísima habitación, el lugarteniente de Putin les entregó un par de sobres que, a tenor por la tensión del momento, debían custodiar con celo. Dentro iban dos invitaciones para conocer al presidente de Rusia, aunque el joven mallorquín no lo supo hasta horas después.
Sergi no habla ruso, ni pizca. Aunque por suerte para él, su padre sí. Desde hace décadas, Sebastià —como se llama— viaja recurrentemente a Rusia. Está al frente de la ONG española Infants del Món, que dedica esfuerzos a traer a niños de Siberia a las cálidas playas baleares. Así es como padre e hijo se conocieron y ese es el motivo por el que el presidente quería conocerlos, y distinguirlos con la Orden de la Amistad. Sebastià es cónsul honorario de Rusia en Baleares. Aunque esta es otra película.
La de Sergi sigue así: todavía con los nervios del solemne encuentro que debía producirse apenas dos días después de su aterrizaje, Sergi fue encarando una agenda repleta de visitas turísticas. Siempre acompañados, eso sí, de una escolta; “algo normal cuando se trata de invitados de Putin”, apostilla el mallorquín.
Las más altas esferas de la sociedad moscovita dedicaban atenciones en cada pomposo encuentro a ese joven en silla de ruedas, porque Sergi no tiene extremidades inferiores. Aunque para explicar esto hay que remontarse varios capítulos atrás.
(…)
Capítulo I. De Siberia a Mallorca
Sergi nació con una esclerosis múltiple localizada solo en su tren inferior. De cintura para abajo nunca tuvo movilidad. Al verle, los médicos señalaron sin atisbo de duda a la central nuclear junto a la que vivían, en la ciudad de Tomsk, en el centro de Siberia. Al parecer, las pruebas nucleares que los rusos hacían en secreto en aquella ciudad acabaron liberando cierta radiación que provocó esa enfermedad de nacimiento. Su madre resultó ilesa.
La idea de tener a un niño con tal grado de discapacidad empujó a sus padres biológicos a abandonarlo de una forma cruel. “Me tiraron a la calle, no querían saber más de mí”, cuenta Sergi. Tenía solo cinco meses.
—¿Literal?
—Sí, sí. Cogieron una bolsa de basura y me tiraron a la calle. Mi padre adoptivo todavía conserva esa bolsa.
Sergi no sabe el nombre de sus padres. Ha tratado, infructuosamente, de conocer a su hermano, aunque no ha podido encontrarlo todavía. Sí sabe, a mediación de su padre adoptivo, que su madre murió y que su padre vive alcoholizado en una cárcel rusa. Esa es toda su relación con su familia biológica.
Sebastià encontró a Sergi en un orfanato durante una de sus visitas con la recién estrenada ONG. Lo que más le sorprendió de aquel niño de cinco meses no era que se moviera reptando por el suelo, era simplemente que corriera con las manos persiguiendo a los médicos de aquel hogar para niños huérfanos. “No me vio en la cuna, me vio gateando”, presume el joven mallorquín.
(…)
La historia continúa con Sergi sentado a la mesa con los más altos jerarcas de la Iglesia Ortodoxa rusa “y dos monaguillos de escolta, de pie, observando todo lo que hacía”. En mitad de la comida se escuchó un fuerte ruido. “Por la cara que tenían —recuerda el mallorquín—, pensé que los monaguillos iban a meterse debajo de la mesa”.