«¡Vamos… lánzate por ellos!»: única disciplina abierta solo a tetrapléjicos, el rugby en silla de ruedas, en ocasiones llamado «murderball», es el deporte más violento y espectacular de los Juegos Paralímpicos.
Sobre la pista, perfectamente equipados en unas sillas que parecen tanques blindados, los atletas se deslizan a toda velocidad para atrapar el balón, impulsados por la enorme fuerza de sus brazos.
Incluido como deporte paralímpico en Sídney 2000, esta disciplina fue creada en 1977 en Winnipeg (Canadá) por un grupo de tetrapléjicos que no reunían las condiciones para competir en baloncesto en silla de ruedas.
Los jugadores son clasificados según su nivel de discapacidad y la movilidad de sus miembros (de 0,5 a 3,5 puntos), mientras que cada equipo no puede sumar más de ocho.
Mezcla de básquet, voley y rugby, este deporte enfrenta a dos selecciones de cuatro jugadores que deben cruzar la línea de gol contraria con el balón.
Dribles, fintas, slaloms, pases cortos y largos, pero también choques violentos entre las sillas de ruedas para realizar bloqueos, «todo está permitido» en este rugby.
Agresividad y energía
«El contacto, la exigencia física, eso es lo que nos gusta», explica a la AFP Jonathan Hivernat, capitán de la selección francesa, séptima en la clasificación mundial.
Este deportista de 25 años, que padece la enfermedad de Charcot, comenzó a entrenarse hace diez.
«Es muy intenso, físico. Pero es por medio de la agresividad y energía que ponemos sobre la pista como logramos marcar la diferencia», continúa.
Durante cuatro periodos de ocho minutos cada uno, que parecen durar veinte, la «presión» es constante, según él, puesto que los jugadores, atacados por todas partes, no pueden conservar el balón más de 10 segundos y deben driblar o dar un pase.
En defensa, los atletas con menor movilidad son los encargados de bloquear a sus adversarios para impedir que avancen sobre la pista. En ataque, los jugadores con más recursos tratan de colarse por los huecos para acercarse a la línea de gol contraria.
Pese a su violencia, el rugby en silla de ruedas es uno de los pocos deportes mixtos y los equipos cuentan con algunas mujeres en su plantel.
«Ellas son muy fuertes, no tienen miedo a lanzarse a la lucha», indica Riadh Sallem, que a sus 46 años integra también el grupo francés.
Miranda Biletski, la canadiense que en 2014 se convirtió en la primera mujer que disputó una final mundial de rugby en silla de ruedas, es una de ellas.
Para esta deportista, formar parte de la selección de su país fue como «encontrar once nuevos hermanos».
«Me gusta el lado agresivo», afirma la jugadora de 27 años, quien se lesionó la médula espinal en un mal salto al agua cuando era adolescente.
«Antes de mi accidente, jugaba al waterpolo de competición. Ya me gustaba dar patadas y puñetazos en el agua», recuerda.
Cambio de rueda
El público brasileño, en ocasiones frío cuando su país no está en la cancha, no ocultó su satisfacción el jueves durante los eléctricos partidos donde la fuerte Canadá venció a Gran Bretaña en la prórroga y, después, Japón se impuso a Francia.
Entre gritos y olas, los espectadores vibraron con unos «rugbymen» que parecían manejar autos de choque.
A cada «boom», el público exclamaba, curioso por este deporte donde, cuando una silla pierde una rueda se le cambia en la propia pista, y cuando un jugador se cae al suelo, el partido se detiene para que le vuelvan a colocar.
Verdaderos escudos, las sillas de competición, más bajas y con dos ruedas traseras para impedir que vuelquen, deben cambiarse cada «dos o tres años», según el jugador canadiense Byron Green.
«Si no estuviera en la selección, podría durarme cuatro años… pero somos unos brutos», bromea.
Y cuando se vaya de Río, ya sabe qué pasará: «Tras los Paralímpicos, quedan para el desguace».