– ¿Qué hago con el carrito?–, preguntó el taxista.
–Pues ni modo que lo vamos a dejar– respondí.
Lo guardó en el baúl, renegando: -¡Esto sí pesa!
Al bajarme, le dije: –Me duele su actitud. Tiene que dar gracias, más pesa usarla que alzarla.
Son las 8 de la mañana y Pablo Emilio Álvarez se desplaza por la sala de su casa. No hay un escalón u objeto que impida su movilidad. Sale en camisilla al garaje donde está su taller, inmune al inclemente frío de Bogotá. Una toalla está sobre sus piernas delgadas, por la falta de movimiento. Quedó en silla de ruedas a los 21 años, ahora tiene 63.
Su cabello rizado, afro, es una mezcla de hebras blancas y negras. No hay arrugas en su cara, tampoco rastros visibles que den muestra de que lleva 42 años en la capital. Su acento chocoano permanece intacto. Desde 1977 fabrica, vende, alquila y hace mantenimiento de sillas de ruedas a un costo más bajo del que se maneja en el mercado. Además adapta vehículos para que personas con discapacidad física aprendan, como él, a manejar.
Llegan clientes de todos los estratos y él les acomoda los precios según su condición económica. El nombre de su taller es Tralifcol (Trabajadores Limitados Físicos-Colombia), barrio Santa Isabel.
Antes de llegar a la ciudad, Pablo trabajaba soldadura en Cartagena y prestaba dinero. Un ‘mal cliente’ le solicitó un préstamo y él se negó. Este en represalia lo amenazó: –Usted tiene dinero pero no es de acero, a usted también le entra, ¿oyó?–. Días después un disparo lo dejó sin poder caminar. Con el dinero que había ahorrado viajó a México para operarse, el procedimiento fue un éxito. Sin embargo, decidió permanecer seis meses en el país para aprender a hacer prótesis, modelaciones y caminadores. Su trabajo de soldador le facilitó el aprendizaje.
Al regresar a Cartagena lo intervinieron por una complicación en sus extremidades, y de esa cirugía salió nuevamente en silla de ruedas. No volvió a caminar.
Invencible
“Llegué a Bogotá con lo que tenía puesto, del aeropuerto me mandaron a un hogar de paso, un refugio, porque se dieron cuenta de que yo no tenía a nadie”, agrega.
Una terapeuta le había regalado el pasaje para viajar a la capital, por las oportunidades que aquí brindaban para quienes vivían con alguna discapacidad. Él se reunía, para aprender, con los discapacitados que hacían deporte en el estadio El Campín. “Llegué allá con una sillita de ruedas que me habían regalado, me iba y regresaba rodando”.
Tiene brazos y pectorales apretados, propios de un deportista. Lleva siempre una boina con el escudo colombiano al revés, en protesta por el manejo politiquero que se le da al país. Es atleta, boxeador, nadador y sabe de defensa.
Una vez se cruza la puerta de su casa, una pared de premios llama la atención. En ella se exponen recortes de periódicos de la época en que los medios de comunicación reportaban y seguían sus glorias. A su lado un cuadro enmarcado reúne las medallas que un día colgaron sobre su pecho.
Al continuar el recorrido hacia la izquierda, en una repisa, se conservan los trofeos que sus brazos entrenados para rodar alzaron sin vacilación. Todos ellos los ganó en competencias nacionales e internacionales de paralímpicos.
En su juventud compitió en atletismo, en Brasil, con su propia silla de ruedas. La había fabricado en un taller de bicicletas de un amigo suyo. Al regresar, varios conocidos empezaron a pedirle que les hiciera una igual. Su primer contrato fue de cinco sillas de ruedas. Cuando creció su fábrica llegó a hacer 400 en un mes.
En el barrio Eduardo Santos, localidad de Los Mártires, Pablo encontró una habitación económica para arrendar, habló con su propietaria y le pidió que lo dejará poner un taller. La señora se negó, sin embargo, le permitió ofrecer reparaciones por encargo. Así su idea de negocio creció.
Pero su trabajo no solo es construir ayudas técnicas para personas con discapacidad. Pablo Emilio también es orientador y rehabilitador, lo buscan para saber cómo se puede vivir sin mover las piernas, resolver dudas relacionadas con el aseo personal, salir solo, controlar dolores, conseguir trabajo o tener vida sexual. Les enseña a otros a valerse por sí mismos.
“Yo les digo a mis alumnos que existen cincuenta formas de solucionar los problemas. Les enseño que si antes pateaban el balón, ahora pueden lanzarlo”, expresa. Además, le ha compartido a todos sus trabajadores las bases técnicas para hacer las sillas de ruedas y les ha ayudado para que monten sus propios negocios. “Contrario a lo que dice la canción, aquí sí hay cama pa’ tanta gente”.
Según el Registro para la Localización y Caracterización de Personas con Discapacidad desarrollado por el Ministerio de Salud, en Bogotá, hasta el 28 de febrero del 2017, se habían registrado 262.234 personas que como Pablo presentan algún tipo de discapacidad. Su trabajo, afirma, es ser un ejemplo de superación y motivarlos a ser libres.
No tiene hora para cerrar su taller, tampoco tiene horario para atender a sus clientes, pacientes o trabajadores. Cuenta que en la antigua Clínica San Pedro Claver internaron hace años a un pastuso que acababa de quedar parapléjico, y alguien le dijo que Pablo lo podía aconsejar: “Me llamó diciendo que quería hablar conmigo, que lo aconsejara. Me comprometí en ir la mañana siguiente. Pasaron cuatro días hasta que pude visitarlo. Se había suicidado”. Guarda silencio. “Por eso, cuando me necesitan no hay reloj, y si tengo que quedarme todo el día, me quedo porque de eso puede depender una vida”, afirma, mientras se le desgajan las lágrimas.
En la pared que él llama “ventana de éxitos”, una fotografía resalta a Pablo sobre su silla de ruedas usando el tradicional esmoquin de los novios. Junto a él, de pie, la que hace 17 años se convirtió en su esposa. Ella contaba 18 años y el 46. Juntos tuvieron cinco hijos (tres propios y dos adoptados).
De niño soñó con tener un paquete de Supercoco (dulces) para él solo, comprado con su dinero. “En ese entonces los sueños míos eran baratos”, dice. Hoy mira la pared y dice haber logrado más de lo que esperó: casarse, tener hijos, convertirse en deportista y ser exitoso.
“Miren mi sillita los pasos que da, como la marea viene y va, la manejo con tal agilidad que a toda la gente la pongo a pensar”, canta con una voz gruesa.
LEIDYS BECERRA ESCOBAR
Escuela ELTIEMPO